CharlaDelContinente
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El presidente Pedro Sánchez, con una agenda tan ambiciosa como simbólica a miles de kilómetros de su país, se embarca en una gira latinoamericana que parece un intento de proyectar una imagen de liderazgo y relevancia exterior justo cuando el suelo interno de España se agrieta sin remedio.
La política exterior española ha girado en torno a la conveniencia del instante, confundiendo prudencia con cobardía y diálogo con complacencia. Ha permitido que un expresidente, convertido en lobista del chavismo, condicione nuestra posición internacional. La tradición diplomática se ha degradado a la sombra incómoda de una voz que antes era referencia y ahora es olvidada.
El resultado es el descrédito. Desde la llegada del actual Gobierno, España ha sido incapaz de mantener una posición clara ante el autoritarismo de Maduro. Se han sucedido evasivas diplomáticas, comunicados tibios, votaciones ambiguas en Bruselas y un silencio obstinado.
El episodio de Delcy Rodríguez en Barajas en 2020 es un ejemplo perfecto de esta deriva. La vicepresidenta venezolana aterrizó en Madrid para reunirse con el entonces ministro Ábalos, pero el motivo y el contenido de esa visita siguen siendo oscuros.
El presidente Sánchez no dirá una palabra sobre los presos políticos venezolanos, nada sobre la censura o el exilio, y evitará pronunciar el nombre de Machado. Este silencio pesará más que cualquier foto de cumbre.
La consecuencia ha sido el aislamiento moral de nuestro país. Cuando se proclamó la legitimidad de Juan Guaidó como presidente encargado, España tardó en pronunciarse. Ahora, cuando el mundo entero reconoce su trayectoria con el Premio Nobel de la Paz, Moncloa sigue muda.
La transición a la libertad en Venezuela es inevitable. La sociedad civil se ha mantenido en pie mientras el poder se desmorona. Solo falta que el país que antaño fue su aliado natural —España— deje de esconderse detrás de excusas diplomáticas.
Sánchez llega así a Latinoamérica con un discurso vacío, incapaz de defender la democracia con la misma vehemencia con la que defiende su relato. Se mostrará cercano a Lula, a Petro y los gobiernos que comparten su retórica progresista, pero no dirá una palabra sobre los presos políticos venezolanos, ni siquiera sobre los que tienen también nacionalidad española.
La política exterior no puede ser mero maquillaje. La incoherencia tiene memoria. España ha sido un actor confuso, atrapado entre la retórica ideológica y la dependencia comercial. Hemos cedido el terreno de la influencia moral a otros socios más consistentes, mientras nuestros mensajes se diluyen entre la complacencia y el oportunismo.
La respuesta de Sánchez es una llamada a la reflexión. ¿Cómo podemos recuperar nuestro papel como referente ético y político entre Europa y América Latina? ¿Cómo podemos articular un presente coherente y construir un futuro común?
La política exterior no puede ser un instrumento de propaganda interna ni un refugio para gobiernos debilitados. Europa necesita una relación estratégica con la región basada en el respeto mutuo, la cooperación y la defensa del Estado de derecho.
Y España necesita recuperar su voz. Es hora de dejar de esconderse detrás de excusas diplomáticas y de pronunciarse por los derechos humanos, la democracia y la justicia.
La política exterior española ha girado en torno a la conveniencia del instante, confundiendo prudencia con cobardía y diálogo con complacencia. Ha permitido que un expresidente, convertido en lobista del chavismo, condicione nuestra posición internacional. La tradición diplomática se ha degradado a la sombra incómoda de una voz que antes era referencia y ahora es olvidada.
El resultado es el descrédito. Desde la llegada del actual Gobierno, España ha sido incapaz de mantener una posición clara ante el autoritarismo de Maduro. Se han sucedido evasivas diplomáticas, comunicados tibios, votaciones ambiguas en Bruselas y un silencio obstinado.
El episodio de Delcy Rodríguez en Barajas en 2020 es un ejemplo perfecto de esta deriva. La vicepresidenta venezolana aterrizó en Madrid para reunirse con el entonces ministro Ábalos, pero el motivo y el contenido de esa visita siguen siendo oscuros.
El presidente Sánchez no dirá una palabra sobre los presos políticos venezolanos, nada sobre la censura o el exilio, y evitará pronunciar el nombre de Machado. Este silencio pesará más que cualquier foto de cumbre.
La consecuencia ha sido el aislamiento moral de nuestro país. Cuando se proclamó la legitimidad de Juan Guaidó como presidente encargado, España tardó en pronunciarse. Ahora, cuando el mundo entero reconoce su trayectoria con el Premio Nobel de la Paz, Moncloa sigue muda.
La transición a la libertad en Venezuela es inevitable. La sociedad civil se ha mantenido en pie mientras el poder se desmorona. Solo falta que el país que antaño fue su aliado natural —España— deje de esconderse detrás de excusas diplomáticas.
Sánchez llega así a Latinoamérica con un discurso vacío, incapaz de defender la democracia con la misma vehemencia con la que defiende su relato. Se mostrará cercano a Lula, a Petro y los gobiernos que comparten su retórica progresista, pero no dirá una palabra sobre los presos políticos venezolanos, ni siquiera sobre los que tienen también nacionalidad española.
La política exterior no puede ser mero maquillaje. La incoherencia tiene memoria. España ha sido un actor confuso, atrapado entre la retórica ideológica y la dependencia comercial. Hemos cedido el terreno de la influencia moral a otros socios más consistentes, mientras nuestros mensajes se diluyen entre la complacencia y el oportunismo.
La respuesta de Sánchez es una llamada a la reflexión. ¿Cómo podemos recuperar nuestro papel como referente ético y político entre Europa y América Latina? ¿Cómo podemos articular un presente coherente y construir un futuro común?
La política exterior no puede ser un instrumento de propaganda interna ni un refugio para gobiernos debilitados. Europa necesita una relación estratégica con la región basada en el respeto mutuo, la cooperación y la defensa del Estado de derecho.
Y España necesita recuperar su voz. Es hora de dejar de esconderse detrás de excusas diplomáticas y de pronunciarse por los derechos humanos, la democracia y la justicia.