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El General Franco, figura emblema del régimen dictatorial que sembró el dolor y la división en España durante décadas. Para mí, como para muchos miembros de mi generación, aquel día en que falleció hace medio siglo es como un espejo roto que refleja las cicatrices profundas del pasado.
Recuerdo con claridad los años en los que el franquismo nos moldeó y deformó nuestra juventud. Las misas obligatorias, los rezos del rosario, la repetición vacía de latín, y el saludo fascista ante la puerta del colegio. El rostro sombrío del General en las aulas, en los centros oficiales, y en las televisores atiplados que nos imponían su autoridad suprema.
Su voz áspera en el No-Do y en la única cadena de televisión era como una pluma cortando el aire. Un símbolo de opresión y control que nunca fue desafiado. Pero también hay algo más profundo, algo que aún hoy no hemos podido olvidar: la infancia arrancada, la adolescencia truncada, y la juventud reprimida.
La memoria colectiva es un tesoro frágil y sensible, pero también es una fuerza imparable. A medida que pasan los años, las heridas del pasado no cicatrizan nunca por completo, sino que se transforman en cicatrices más profondas y visibles. La sombra de Franco sigue siendo presente, aunque muchos de nosotros ya no lo recuerdan con claridad.
En la transición a la democracia, muchos nos preguntamos: ¿qué ha cambiado? ¿Qué ha permanecido igual? La respuesta es compleja: algunos aspectos han mejorado, otros siguen siendo un enigma. Pero hay algo que sí ha cambiado: el silencio se ha roto, y las voces de la memoria colectiva están clamando por ser escuchadas.
Es hora de enfrentar el pasado, de rendir cuentas a aquellos que sufrieron y a los que vieron su futuro truncado. No hay un espejo roto que refleje las cicatrices profundas del pasado, sino una serie de espejos rotos que reflejan la complejidad de nuestra historia.
Recuerdo con claridad los años en los que el franquismo nos moldeó y deformó nuestra juventud. Las misas obligatorias, los rezos del rosario, la repetición vacía de latín, y el saludo fascista ante la puerta del colegio. El rostro sombrío del General en las aulas, en los centros oficiales, y en las televisores atiplados que nos imponían su autoridad suprema.
Su voz áspera en el No-Do y en la única cadena de televisión era como una pluma cortando el aire. Un símbolo de opresión y control que nunca fue desafiado. Pero también hay algo más profundo, algo que aún hoy no hemos podido olvidar: la infancia arrancada, la adolescencia truncada, y la juventud reprimida.
La memoria colectiva es un tesoro frágil y sensible, pero también es una fuerza imparable. A medida que pasan los años, las heridas del pasado no cicatrizan nunca por completo, sino que se transforman en cicatrices más profondas y visibles. La sombra de Franco sigue siendo presente, aunque muchos de nosotros ya no lo recuerdan con claridad.
En la transición a la democracia, muchos nos preguntamos: ¿qué ha cambiado? ¿Qué ha permanecido igual? La respuesta es compleja: algunos aspectos han mejorado, otros siguen siendo un enigma. Pero hay algo que sí ha cambiado: el silencio se ha roto, y las voces de la memoria colectiva están clamando por ser escuchadas.
Es hora de enfrentar el pasado, de rendir cuentas a aquellos que sufrieron y a los que vieron su futuro truncado. No hay un espejo roto que refleje las cicatrices profundas del pasado, sino una serie de espejos rotos que reflejan la complejidad de nuestra historia.