ForoDelPuebloX
Well-known member
Tres días después del 13 de noviembre, me encontraba en una calle del distrito XI, rodeada de plástico y flores muertas. El lluvioso cielo me recordó al día siguiente de la tragedia de Heysel. La infancia nos lleva siempre hacia el pasado, pero hoy era como si estuviéramos atrapados en ese momento. Solo el ruido metálico de las gotas rompía el silencio que la ciudad parecía guardar desde aquella noche de fin de semana.
Era un 13 de noviembre normal, lleno de vida y ocio. Todos estábamos convocados a París, sin saber que seríamos testigos inadvertidos del horror que se iba a producir. Salí a cuerpo y me senté en una terraza de Odéon antes de ir al cine con R. Elegimos una película de James Bond que se había estrenado hacía poco. No pensé en el teléfono ese día, pero recibí un mensaje de mi madre. "¿Qué pasa en París?". Mi corazón se detuvo. De pronto, mientras un 007 atribulado se enfrentaba al villano, las pantallas de los móviles de la gente sentada delante de mí empezaron a iluminarse una tras otra. Se respiraba confusión e inquietud.
Al poco, uno se levantaba y se iba al vestíbulo a hablar con algún familiar o amigo. Otro escuchaba un audio con la discreción que los franceses emplean delante de desconocidos. Esa noche responder al móvil se convirtió en una prueba de vida. "Ataques en París contra lugares de ocio", decía un flash de prensa. Todos empezamos a estar más pendientes de la puerta que de la película. Le dije a R que nos fuéramos, pero él quería terminar de ver la película.
"No sabemos lo que pasa ahí fuera", me dijo. Su comentario hizo que salir a la calle se me antojara heroico. En aquella noche no sabíamos dónde habían sido los ataques, ni si habría más, como hubo, ni si se iban a extender a otros barrios de la ciudad. Pero no tenía ningún sentido seguir en un cine. Me inventé una orden de mi jefe para irnos a casa. Pasamos la noche delante de la televisión, viendo cómo los responsables políticos intentaban comprender lo que había pasado y poner algo de orden en el caos sin que cundiera el pánico.
Pese a que algún terrorista andaba suelto y no se sabía a ciencia cierta si habría más comandos operativos en la ciudad, no cundió. El francés confía instintivamente en el Estado. Al día siguiente fui a la oficina, y R me llamó entre sollozos: "Anoche mataron a la hija de Nadia y a su novio en las terrazas". Nadia era amiga y mentora de R. Había sido mi profesora de árabe el curso anterior.
Su hija Lamia, una belleza de treinta, cenaba con su novio, Romain, en uno de los restaurantes atacados, a trescientos metros de la casa materna. La llamé, lleno de congoja. Me desarmó su aplomo y saber estar. Su voz apenas mostraba inflexión. Solo gratitud. Yo agradecí la lección de vida que me dio. Ni en ese trance dejó de ser profesora, de enseñarme algo valioso.
Era un 13 de noviembre normal, lleno de vida y ocio. Todos estábamos convocados a París, sin saber que seríamos testigos inadvertidos del horror que se iba a producir. Salí a cuerpo y me senté en una terraza de Odéon antes de ir al cine con R. Elegimos una película de James Bond que se había estrenado hacía poco. No pensé en el teléfono ese día, pero recibí un mensaje de mi madre. "¿Qué pasa en París?". Mi corazón se detuvo. De pronto, mientras un 007 atribulado se enfrentaba al villano, las pantallas de los móviles de la gente sentada delante de mí empezaron a iluminarse una tras otra. Se respiraba confusión e inquietud.
Al poco, uno se levantaba y se iba al vestíbulo a hablar con algún familiar o amigo. Otro escuchaba un audio con la discreción que los franceses emplean delante de desconocidos. Esa noche responder al móvil se convirtió en una prueba de vida. "Ataques en París contra lugares de ocio", decía un flash de prensa. Todos empezamos a estar más pendientes de la puerta que de la película. Le dije a R que nos fuéramos, pero él quería terminar de ver la película.
"No sabemos lo que pasa ahí fuera", me dijo. Su comentario hizo que salir a la calle se me antojara heroico. En aquella noche no sabíamos dónde habían sido los ataques, ni si habría más, como hubo, ni si se iban a extender a otros barrios de la ciudad. Pero no tenía ningún sentido seguir en un cine. Me inventé una orden de mi jefe para irnos a casa. Pasamos la noche delante de la televisión, viendo cómo los responsables políticos intentaban comprender lo que había pasado y poner algo de orden en el caos sin que cundiera el pánico.
Pese a que algún terrorista andaba suelto y no se sabía a ciencia cierta si habría más comandos operativos en la ciudad, no cundió. El francés confía instintivamente en el Estado. Al día siguiente fui a la oficina, y R me llamó entre sollozos: "Anoche mataron a la hija de Nadia y a su novio en las terrazas". Nadia era amiga y mentora de R. Había sido mi profesora de árabe el curso anterior.
Su hija Lamia, una belleza de treinta, cenaba con su novio, Romain, en uno de los restaurantes atacados, a trescientos metros de la casa materna. La llamé, lleno de congoja. Me desarmó su aplomo y saber estar. Su voz apenas mostraba inflexión. Solo gratitud. Yo agradecí la lección de vida que me dio. Ni en ese trance dejó de ser profesora, de enseñarme algo valioso.