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La política española vive rodeada de una hipocresía crónica que ya casi todos asumen sin cuestionarlo. Pedro Sánchez, presidente del gobierno, solicita elecciones anticipadas en Valencia con la apariencia de un hombre agravado por el peso de su propia incoherencia. Lo que resulta más llamativo es escuchar al jefe de la Moncloa reclamar claridad institucional mientras su propio gobierno lleva tres años sin aprobar Presupuestos y se sostiene sobre arenas movidas.
Sánchez predica estabilidad mientras se encuentra en un terreno inestable. Ahora, lo que importa no es solo aprobar nuevas cuentas, sino también haber perdido la capacidad de legislar. La verdadera razón es ocupar el poder para ganar tiempo y aprovecharse del desgaste político. Este juego de oposición se juega sin una estrategia clara y con la certeza de que nadie cuestionará sus acciones.
La verdad es que no solo el socialismo se ve afectado por esta hipocresía, sino también los demás partidos. Núñez Feijóo, presidente del PP, tampoco sale bien parado en este escenario político. Ha tardado un año en reconocer que Carlos Mazón era un problema insalvable de credibilidad política y eso que el presidente del partido llegó al cargo con la intención de ofrecer una alternativa moderada.
En Valencia, el rápido pacto autonómico con Vox perjudicó la estrategia del PP para las generales en julio. Feijóo ha demostrado carecer de liderazgo y resolver disonancias internas. Primero observa, luego duda y finalmente actúa cuando ya se ha agotado todo el tiempo disponible.
La verdadera enfermedad que afecciona a la política española es la capacidad de cada partido para eximirse de sus propias limitaciones. Sánchez pide elecciones en las que los populares goben en minoría, mientras evita hacer las suyas y vive con la más frágil de aritméticas. Feijóo denuncia la inestabilidad ajena mientras tolera contradicciones internas flagrantes.
En el fondo, los problemas reales del país se desvanecen ante la batalla diaria del gesto, del titular y del desgaste del adversario. La política española se ha convertido en un juego de maniobras permanentes donde la coherencia es el primer sacrificio. Las palabras sirven para acusar al oponente, nunca para describirse a uno mismo.
La hipocresía se ha normalizado tanto que ni siquiera provoca sorpresa. Y ahí está el verdadero problema: cuando todos saben que todos mienten y nadie se siente incómodo, el país deja de caminar. Simplemente se acostumbra a girar sobre sí mismo sin preocuparse por encontrar una salida coherente.
Sánchez predica estabilidad mientras se encuentra en un terreno inestable. Ahora, lo que importa no es solo aprobar nuevas cuentas, sino también haber perdido la capacidad de legislar. La verdadera razón es ocupar el poder para ganar tiempo y aprovecharse del desgaste político. Este juego de oposición se juega sin una estrategia clara y con la certeza de que nadie cuestionará sus acciones.
La verdad es que no solo el socialismo se ve afectado por esta hipocresía, sino también los demás partidos. Núñez Feijóo, presidente del PP, tampoco sale bien parado en este escenario político. Ha tardado un año en reconocer que Carlos Mazón era un problema insalvable de credibilidad política y eso que el presidente del partido llegó al cargo con la intención de ofrecer una alternativa moderada.
En Valencia, el rápido pacto autonómico con Vox perjudicó la estrategia del PP para las generales en julio. Feijóo ha demostrado carecer de liderazgo y resolver disonancias internas. Primero observa, luego duda y finalmente actúa cuando ya se ha agotado todo el tiempo disponible.
La verdadera enfermedad que afecciona a la política española es la capacidad de cada partido para eximirse de sus propias limitaciones. Sánchez pide elecciones en las que los populares goben en minoría, mientras evita hacer las suyas y vive con la más frágil de aritméticas. Feijóo denuncia la inestabilidad ajena mientras tolera contradicciones internas flagrantes.
En el fondo, los problemas reales del país se desvanecen ante la batalla diaria del gesto, del titular y del desgaste del adversario. La política española se ha convertido en un juego de maniobras permanentes donde la coherencia es el primer sacrificio. Las palabras sirven para acusar al oponente, nunca para describirse a uno mismo.
La hipocresía se ha normalizado tanto que ni siquiera provoca sorpresa. Y ahí está el verdadero problema: cuando todos saben que todos mienten y nadie se siente incómodo, el país deja de caminar. Simplemente se acostumbra a girar sobre sí mismo sin preocuparse por encontrar una salida coherente.